Capítulo 4: El hombre de hielo

Cuando llegaron a clase, el famoso “hombre de hielo” ya estaba sentado en su mesa revisando unos papeles mientras el alumnado se colocaba en sus asientos. Ale no pudo evitar observarle en la distancia como casi todas las mujeres presentes y muchos de los hombres, mientras se dirigía a su asiento. Realmente era un hombre fascinante capaz de robar el aliento con su salvaje belleza.


Como oyendo sus pensamientos, el profesor levantó su cabeza y dirigió su electrizante e inquisitiva mirada directa a Ale, que no pudo evitar sonrojarse ante el hecho de que la hubiese sorprendido observándole tan intensamente. Giró la cabeza cubriéndose la cara parcialmente con su larga melena en un intento frustrado de disimular su sonrojo y se dirigió a su asiento con la clara percepción de aquella mirada esmeralda clavada en su espalda.
El profesor mandó sacar unos folios en blanco a toda la clase y pidió que cada uno realizara un escrito, lo más extenso posible durante una hora, sobre algún tema relacionado con la Historia Moderna de España. Sería tema libre.
Ale se entusiasmó al pensar en escribir sobre Felipe II durante la construcción del Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, ya que era un tema que dominaba sobradamente y sobre el cual podría estar escribiendo durante meses sin parar.
Pero su alegría se fue desvaneciendo, poco a poco, ya que pudo notar durante toda la hora la persistente y enigmática mirada de aquel hombre sobre ella, poniéndola nerviosa como nadie lo había conseguido nunca. Se recriminó su falta de concentración y la aceleración de los latidos de su corazón ya que ella estaba más que acostumbrada a llamar en sobremanera la atención, debido a su atrayente e inusual físico. Pero este hombre le ponía los nervios de punta y un torrente de sensaciones extrañas y nuevas para ella la invadieron por completo.
Cuando sonó el timbre, todos se levantaron y fueron dejando, según salían, sus escritos sobre la mesa del profesor.
Ale no osó levantar la mirada en todo el recorrido hasta la mesa del “hombre de hielo”, y nunca debió haberla levantado al dejar su examen sobre el escritorio de aquel profesor. La verde y fija mirada de él clavada en la suya hizo que Ale dejase de respirar, y que un aleteo tembloroso se apoderase de su estómago mientras trataba de tragar con dificultad. Como pudo, soltó los folios y se alejó de allí  haciendo un gran esfuerzo por centrar su atención en la puerta de salida, para que las rodillas no le fallaran y cayera allí mismo haciendo el ridículo más grande de toda su vida. Solo cuando hubo cruzado el umbral de la puerta recordó que tenía que atrapar aire para sobrevivir. Aquel hombre era guapísimo y su intensa mirada, tan de cerca, era lo más impactante que Ale se había encontrado en toda su vida.
—¿Qué tal se te ha dado? —preguntó interesada Tere que salía tras ella, asustándola y sin saber casi de qué puñeta le estaba hablando.
—¿El escrito...?, bien… bien… y, ¿a ti? —preguntó intentando ubicarse de nuevo.
—Bueno, le he soltado un rollo importante sobre la Revolución Francesa. He acabado hace horas porque no me ha dado para escribir mucho… pero creo que valdrá para salir del paso. Además, dijo que solo era para evaluar nuestros conocimientos. No contará en la nota, ¿no?
—Y si cuenta… ¡ya sabes lo que tienes qué hacer! —dijo Ale con una pícara mirada en los ojos.
Tere comenzó a reír a carcajadas.
—¡Mira la mosquita muerta! —dijo haciendo un bonito mohín con los labios—. Creía que habíamos quedado en que con este era una batalla perdida… pero te advierto que he visto tu reacción ahí adentro hace tan solo un momento… —dijo divertida mientras se alejaba.
—¡¿De qué demonios estás hablando?!
Pero Tere ya se alejaba por el pasillo para entrar a la siguiente clase. Una optativa que no tenían en común.
Ale cogió aire fuerte y se dirigió hacia la biblioteca ya que disponía, en aquel instante, de una hora libre y quería aprovecharla continuando con su búsqueda.
Llevaba tres cuartos de hora leyendo un libro que había encontrado sobre los monjes jerónimos y el monasterio de El Escorial, cuando una voz profunda y varonil pero tremendamente armónica la sacó de su concentrada lectura.
—¿Es que no sabes ya lo suficiente sobre el tema?
Ale levantó repentinamente la cabeza para encontrarse directamente con aquellos ojos verdes que tanto la perturbaban, clavados en los suyos con verdadera curiosidad.
Tardó más de un minuto en reaccionar y coger aire para poder hablar con su profesor de Historia Moderna.
—¿Es a mí? —preguntó atónita negándose a creer que aquel hombre tan asombrosamente guapo estuviera allí de verdad y hablando con ella.
—No veo a nadie más por aquí cerca —dijo con una sonrisa tan sexy que hizo que Ale comenzase a temblar literalmente.
¡Vale! Aquel “hombre de hielo” acababa de sonreírle y en qué momento… ¿Cómo se atrevía a tener una sonrisa tan perfecta? Prefería al hombre serio… ¿Le estaba hablando a ella? ¡Ay, Dios! Tenía que contestar antes de que pensase que era una perfecta idiota. Pero, ¿qué puñeta le ocurría? Nunca había reaccionado así ante ninguna otra persona… ¡Tenía que contestar! Pero, ¿qué le había preguntado? ¡Ah, sí!
—¿De qué? —dijo con un hilo de voz.
—Veo que estás leyendo sobre El Escorial y tu escrito ha sido verdaderamente emocionante. Había franca pasión en él.
—¿Mi examen? ¿Ya se lo ha leído?
—Sí, he ojeado varios exámenes pero el tuyo lo he leído completo. He de reconocer que hacía mucho tiempo que ninguno de mis alumnos me sorprendía tan gratamente.
Ale enrojeció en el acto. “Le había sorprendido gratamente”. No sabía por qué pero quería sorprender a aquel hombre, gratamente, las veces que hiciera falta.
—Es que es muy interesante para mí… El Escorial, claro —se estaba aturullando.
—¿Puedo preguntar por qué?
—Bueno —dijo Ale bajando la mirada para poder discernir con más claridad—, es que vivo allí… y todo el entorno que el Monasterio crea… me atrae, eso es todo.
Como no oyera respuesta, levantó los ojos para encontrarse con aquella penetrante y verde mirada clavada en la suya, lo cual hizo que a Ale se le resecase hasta la garganta y que un cosquilleo inesperado se apoderase de su vientre.
Israel la miraba intentando averiguar qué era lo que hacía a aquella chica tan especial. Aparte del tema del físico, cosa más que obvia, ya que en su vida había visto una belleza igual, había algo en ella que llamaba poderosamente su atención y no lograba ver lo que era. Aquello sí que era nuevo en él y constituía un refrescante reto en su existencia, algo que hacía mucho tiempo que no le ocurría y un soplo de aire fresco para su hastiada y aburrida vida.
—Tienes un nombre muy curioso —dijo como al descuido sin dejar de observarla y volviendo a adoptar su habitual seriedad.
Ale consiguió salir de su ensoñación con el último comentario.
—¿Mi nombre? ¡Ah, sí! Supongo que lo ha visto en el examen…
—¿Nadie te pregunta por él?
—Nadie lo conoce realmente —dijo con sinceridad—. Solo mis profesores lo han sabido y tampoco le han dado más importancia. Pero mis amigos me llaman Ale y creo que todo el mundo cree que me llamo Alejandra.
—Pues no deberías ocultarlo —dijo agachándose y quedándose a su altura para susurrar cerca de ella—. Alecto me parece un nombre precioso.

Ale tembló de puro placer al escuchar su nombre completo pronunciado en aquella voz ronca y profunda, tan cerca de su cara, mientras era consciente de que su corazón latía a un ritmo frenético.
—Gracias —atinó a decir mientras sus ojos devoraban cada centímetro del rostro de aquel apuesto hombre que tan cerca se encontraba de ella.
Era el rostro más armónico que jamás hubiese visto (más que el suyo propio, y eso ya era decir mucho) pero destilaba una masculinidad brutal por cada poro. Sus iris, ahora tan próximos a los suyos, eran de un verde tan intenso que realmente parecían dos esmeraldas incrustadas en aquellas grandes y rasgadas cuencas, rodeados por espesas pestañas y gruesas cejas negras. Algo francamente curioso ya que su cabello era rubio oscuro pero salpicado con unos reflejos naturales más claros que, junto con aquella espesa y revuelta media melena de pelo ondulado, le confería un aspecto leonado y… dorado. Aquel hombre parecía llevar sobre sí un halo de luz que lo hacía brillar más si cabe. Algunos de sus rebeldes mechones rubios caían por su frente y los laterales de su rostro dándole un aspecto desenfadado, enmarcando una nariz recta y aquellos, ¡oh, Dios!, gruesos y aterciopelados labios, que ahora lucían una devastadora y sensual sonrisa. Ale sintió que se derretía sin saber muy bien cómo.
—Por cierto —dijo volviendo a incorporarse mostrando su alto y atlético porte—, me llamo Israel Domínguez y creo… que será un verdadero placer contarte este año entre mis alumnos… Alecto —dijo acariciando su nombre y girándose sobre sus talones, para desaparecer con andar felino de la biblioteca con el mismo sigilo con el que había aparecido.



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